Mons. Francisco Gil Hellín
“Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida. Sin embargo, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Porque mientras en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”. Este clarividente y agudo análisis de Benedicto XVI en la carta con la que ha convocado el Año de la Fe –en el que estamos inmersos desde el pasado once de octubre- es la luz que ilumina el Día de la Iglesia Diocesana, que celebraremos el 18 de noviembre.
Porque la Iglesia Diocesana no es otra cosa que la misma Iglesia en su dimensión local. De hecho, en cada Diócesis o Iglesia local está presente y actuante la Iglesia de Cristo; pues en ella se profesa y anuncia la misma fe, se celebran los mismos sacramentos, se rezan las mismas plegarias y se viven los mismos mandamientos, entre ellos, el que está a la cabeza de todos: el amor a Dios y al prójimo.
La Iglesia tiene una dimensión invisible y carismática y otra visible. La dimensión visible se suele expresar con la imagen de Pueblo de Dios que camina en la historia con los demás hombres, marcándoles el camino que conduce al Cielo. Esto explica que nuestra Iglesia Diocesana sienta este año, al celebrar su Día, la situación dolorosísima de tantos hijos suyos y de otras personas, creyentes o no creyentes, por la crisis económica que padecemos. Este dolor es particularmente intenso cuando piensa en las familias que corren el riesgo del desahucio de la vivienda y la dificultad que tantos jóvenes encuentran para acceder a un empleo que les posibilite formar una familia fundada en el matrimonio. No puede ser de otro modo, porque Jesucristo pasó por el mundo evangelizando a los pobres y curando toda enfermedad y dolencia, y haciendo del mandamiento del amor al prójimo, especialmente al necesitado, “su” mandamiento.
Por ello, la celebración del Día de la Iglesia diocesana ha de afianzar nuestro convencimiento de que la Iglesia no es un parásito en la sociedad sino una fuerza de incalculable valor para renovarla y mejorarla. Y que depende de cada uno de nosotros que esta fuerza social regeneradora se acreciente cada día. Ciertamente, es mucho lo que la Iglesia está haciendo por los necesitados del cuerpo y del alma. ¡Cuánta preocupación por atender, desde Cáritas y otras organizaciones católicas, a los pobres; a los niños y jóvenes, desde la catequesis; a los matrimonios y a los adultos, desde los grupos de formación! ¡Cuánto deseo de alimentar a todos con los sacramentos, de interceder por todos desde la oración! ¡Cuánta cercanía e interés por el barrio, por el pueblo, para que sean más justos y humanos! Pero hemos de querer llegar mucho más lejos. Por ello, hoy ha de ser un día en que cada uno de nosotros se sienta orgulloso de ser Iglesia, se identifique con sus fines y se comprometa con sus objetivos; más en concreto, para ahondar en que la Iglesia es para él, de modo muy especial, su propia parroquia.
También ha de servirnos para reflexionar que la colaboración económica que prestamos es un modo de identificarnos con la propia parroquia y sus objetivos. Sin medios no se puede evangelizar; sin dinero no se puede atender a los necesitados. No es lo único, pero sí algo de lo que no podemos prescindir. La aportación periódica personal o familiar es la mejor forma de hacerlo, porque si ayudas a tu parroquia todos ganan.
+Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos
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