lunes, 12 de diciembre de 2011

LOLO EL POBRE

Se llamaba Manuel aunque atendía por el nombre de Lolo. "Lolo el pobre" le llamaban los niños del barrio; y él se sentía importante porque participaba en sus juegos contemplando la bella danza de la peonza de Enrique, la pelota azul de Carlos y las nuevas y relucientes canicas de Andrés. Jugaba en aquella plaza de árboles centenarios hasta las seis de la tarde, hora en la cual sus amigos se iban a sus casas a merendar.
Lolo nunca merendaba. 


No sabía lo que era disfrutar de aquellos bocadillos de mortadela y de chocolate que ofrecen las madres a los hijos, no conocía el cariño de una madre ni el beso de un ser querido. Sus amigos sí disfrutaban de eso y de muchas cosas más, porque tenían unca casa, padre y madre, hermanos y hermandas, comida, televisión, juguetes... en cambio, él vivía en la calle desde siempre y no tenía a nadie que cuidara de él; sus únicas posesiones eran unos pantalones rotos y un gato cojo al que salvó de una muerte segura en la carretera. ¡Cómo le gustaba acariciar a aquel sucio animal que le demostraba su cariño lamiéndole el rostro! 
Esto era lo único que tenía. Esto y hambre, demasiada hambre para un niño. Lolo se alimentaba de lo que los vecinos del barrio le regalaban: un trozo de pan, una manzana, un plato de lentejas, algo de leche... y a veces nada, que siempre compartía con su fiel mascota.
Pero era feliz porque sus amigos cada tarde jugaban con él.
Aquella noche, como todas las noches, Lolo se tumbó en un banco del parque y, tapándose con unos cartones para combatir el frío, empezó a dormir junto a su inseparable gato…
A la mañana siguiente, cuando el sol iluminaba su rostro, despertó y se encontró en una suave cama de suaves sábanas y suaves sueños. Se hallaba en una hermosa habitación de colores y un hombre vestido con elegante uniforme le ofrecía una bandeja con un suculento desayuno. Lolo dudaba, porque no sabía si lo estaba viviendo era realidad o sueño, pero aceptó aquel desayuno que devoró quedando satisfecho. Se levantó de la cama y aquel hombre, llamado Ambrosio –como todo buen mayordomo que se precie-, le ayudó a vestirse con ropas limpias para, posteriormente, llevarle a conocer su nueva casa.
Mientras recorría la inmensa mansión, Ambrosio le explicaba que ya nunca más sería pobre y que tendría todos los juguetes que quisiera: una peonza como la su amigo Enrique, una pelota como la de Carlos, unas canicas como las de Andrés… Y muchos juguetes más.
Lolo no se lo creía y se pellizcaba continuamente el brazo para averiguar si era realidad lo que estaba sucediendo. A Lolo ya nunca le llamarían “Lolo el pobre”.
Estaba tan contento que quiso invitar a sus amigos a merendar en su nueva mansión. Lo tenía todo preparado, sería una merienda repleta de bocadillos de mortadela y de chocolate. Llamó a Ambrosio para que avisara a sus amigos y éste marchó a buscarlos. Lolo esperaba impaciente a sus amigos para celebrar que ahora era rico… Al cabo de un rato, Ambrosio llegó y le informó que sus amigos no podrían acudir a la fiesta… Enrique ahora se dedicaba a recoger cartones por la calle para poder mantener a su madre ciega, Carlos limpiaba coches en los semáforos para poder comer y Andrés estaba en un centro de menores por su adicción a las drogas.
- ¿Cómo es posible que sus amigos fueran ahora pobres siendo él tan rico? –Pensaba Lolo-.
Por eso, decidió ayudar a sus tres amigos; tenía esta intención, pero como ahora era rico, no tenía tiempo e hizo nuevos amigos ricos para jugar con ellos. Y se compró un gran gato, envidia de los de su raza, dejando de lado a aquel cojo que un día salvara…
Y Lolo lo todo lo tuvo pero ya nunca jamás fue feliz. Ahora sí que era pobre, tan pobre, que sólo tenía dinero…

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