miércoles, 4 de enero de 2012

EL JOVEN PASTOR...

El nombre del protagonista de esta historia es lo menos importante para el lector, y aunque parezca cuento o leyenda, realmente sucedió, porque las historias bellas siempre son verdad en lo más profundo de nuestro corazón.

Hace muchos años, en tiempos del Imperio Romano, cerca de Jerusalén, vivía un hombre cuyo oficio era el de pastor. Devoto judío, nunca falto a sus obligaciones religiosas ni con sus vecinos. Era muy joven, pero muy trabajador y con rebaño propio heredado de su padre, que en aquella época era una suerte.

Una noche fría, el joven pastor, junto a otros compañeros, descansaba en un valle muy cerca del pequeño pueblo de Belén. Apenas la luna resplandecía en el cielo, un gran revuelo se armó en el campamento. Los pastores y sus familias marchaban alborotados a una cueva cercana donde había nacido un niño. Decían de ese niño que era el Salvador esperado. Contaban que un ángel venido del cielo indicó el camino a un grupo de pastores que aún estaban despiertos. El joven pastor se levantó del suelo frotándose los ojos, pues creía que soñaba. Tras la duda, marchó hacia la cueva para contemplar al Mesías.


Pero en el camino se encontró con un viejo ciego caído al borde de la senda que también caminaba al encuentro de aquel niño. El anciano estaba herido y tuvo que curarle con un trozo de su manto para taponar la sangre que emanaba de la pierna. Viéndole cansado y hambriento, el joven pastor le llevó un poco de leche de su rebaño y un pedazo de pan que llevaba en su zurrón. Tras dejar al anciano a cargo de unos familiares, cuando ya el sol calentaba el valle, caminó hacia la cueva para poder ver a ese niño tan especial. Llegó a la cueva, pero no halló a nadie, el niño no estaba. Los que se encontraban por allí le dijeron que aquel niño y sus padres habían huido a Egipto por miedo a Herodes.

Volvió con su rebaño y decidió marchar a Egipto en busca de aquel niño que, según decían, sería la esperanza de los pobres. Con sus cabras y sus ovejas se puso en camino y tras dos meses de marcha se encontró con una viuda, junto a sus hijos, que había perdido toda la cosecha debido a la fuerte sequía que azotaba el lugar. Entonces se quedó en la zona ayudando a construir un pozo para ella y para los campesinos de los alrededores. Pasaron varios años hasta que la situación se normalizó y las cosechas volvieron a renacer. En ese tiempo tuvo que compartir su rebaño con las gentes hambrientas por la falta de alimentos de la tierra.

Pero él tenía un deseo, marchar en busca de aquel niño, del Salvador. Con la mitad de ovejas y cabras se dispuso, de nuevo, a ir al encuentro del Mesías. Había oído que aquel niño se encontraba en Nazaret y caminó hacia la pequeña aldea. Cuando estaba llegando, en un pueblo cercano, se encontró con un grupo de niños enfermos de lepra, abandonados por sus padres. (En aquella época la lepra era considerada un castigo de Dios, los que la padecían eran repudiados por toda la sociedad). Entonces, el joven pastor, sintió lástima y se quedó a junto a los chavales proporcionándoles alimento y un lugar donde vivir. Se preocupaba de curarles las heridas, de enseñarles el oficio de pastor y en definitiva, de cuidarles con todo el amor posible. En esta tarea se gastó casi todo el dinero que poseía y su rebaño se vio reducido a un escaso número de cabezas. Cuando aquellos niños se hicieron mayores, prácticamente curados, marcharon en busca de sus familiares.

El joven pastor, ya con canas en la barba, y con lo poco que tenía, se dirigió a Cafarnaúm, donde, según las gentes, el esperado Mesías trabajaba, por un mundo nuevo lleno de amor, con unos pescadores del lago Tiberiades. Cuando llegó a la ciudad de Cafarnaúm el Salvador ya no estaba, había ido a Jerusalén para la celebración de la Pascua. Por eso, decidió marchar a la ciudad santa, pero cuando salía de Cafarnaúm, una tormenta cayó sobre la zona, hundiendo varias barcas en el lago con sus pescadores a bordo. Sin pensarlo dos veces, participó en el rescate de los marineros y en la construcción de nuevas barcas para la pesca. Fue un trabajo difícil, durante varios meses imperó el hambre en el lugar pues era imposible salir a faenar. Tuvo que ayudar a varias familias para que pudieran alimentar a sus hijos, quedándose sin ganado y con unos pocos denarios.


Pasado el tiempo, con los marineros ya pescando, el joven pastor, con demasiados años a sus espaldas, subió a Jerusalén en busca de aquel Hombre que había sido su obsesión durante toda su vida. Ya cerca de la ciudad, en una senda pedregosa, se encontró con un pobre hombre tirado al borde del camino. Estaba magullado, repleto de heridas y medio inconsciente. Le recogió y llevó a una posada cercana dejándole a cargo del posadero. Sus últimos denarios fueron para pagar la estancia de aquel hombre que probablemente fue robado y apaleado por unos forajidos.

Y por fin llegó a Jerusalén, estaba cansado de los años de búsqueda pero con el rostro repleto de felicidad por la posibilidad de contemplar al Mesías. Pero el revuelo en Jerusalén no era normal, la gente corría a un monte cercano porque estaban crucificando al Salvador junto a unos malhechores. El joven pastor, ya apoyado en un bastón, se dirigió hacia aquel monte llamado Gólgota. No era posible lo que sus ojos, casi ciegos, estaban contemplando. En lo alto de una cruz, aquel Hombre, se alejaba de este mundo. Se acercó al pie del madero y con lágrimas bañando las arrugas de su faz, le dijo al Salvador:

- Tú eres el Cristo, el Mesías, el Salvador, mi Dios, mi Rey… Y yo, cansado, viejo, con las manos vacías, y sin nada, he llegado demasiado tarde…

Y desde la cruz, Jesús, el Hijo de Dios, inclinando la cabeza, le contestó casi susurrando, con todo el amor del mundo:

- Has llegado justo cuando te esperaba…

Cuento basado en la leyenda ortodoxa “El cuarto Rey Mago”

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